"Cuando todos los días resultan iguales es porque el hombre ha dejado de percibir las cosas buenas que surgen en su vida cada vez que el sol cruza el cielo." - Paulo Coelho

viernes, 19 de octubre de 2012

EL JUEGO


En un lugar cualquiera del occidente capitalista, en un momento cualquiera de la actualidad, una mujer, entre berridos y dolorosas contracciones, da la bienvenida al mundo a un nuevo ser humano.

 Unos días más tarde, sus progenitores, de manera irremediable, irán a inscribirle en el registro civil, donde le darán un nombre identificatorio. Desde ese preciso instante, el pequeño se convierte en un nuevo ciudadano. Ahora está fichado, controlado y vigilado. Bienvenido al juego.

Por si esto fuera poco, antes de cumplir 14 años, se verá obligado a adquirir un documento de identificación numérica, como si de un producto más se tratase. Ya no hay forma de escapar.

Desde el mismo momento de su nacimiento, sin comerlo ni beberlo, y por el simple hecho de nacer dentro de los límites fronterizos que alguna codiciosa nación algún día se apropió, y hasta el fin de sus días, este nuevo ser se verá sometido a ciertos dictámenes, leyes y ordenanzas de obligado cumplimiento. Tal es el grado de obligación que, si algún día tuviese la maquiavélica ocurrencia de incumplir alguno de estos mandatos, la nación cuenta con una estricta cadena que le castigará y condenará. Los cómodos servidores de la policía le apresarán y le llevarán ante un anciano hombre quien, presidiendo una elegante sala, se hace llamar poseedor de la justicia. Él aplicará su sentencia en función de las cambiantes y convenientes leyes de dicho presente. Tal es su poder que, si lo considerase oportuno, haría que otros amables sirvientes de la nación le llevasen a vivir a un hermoso lugar: un pequeño cuadro gris cerrado con barrotes, acompañado por otros tantos cuadrados habitados por malhechores. Así, su libertad estaría acabada, sentenciada y desperdiciada.

No obstante, nuestro nuevo ciudadano aún es muy precoz y tiene mucho que aprender. Por ello, y tal cual se ordena, asistirá durante los años de infancia que le restan a un centro educativo acorde con la legalidad estatal. Allí, aprenderá cosas verdaderamente útiles como leer, pintar, escribir o dibujar. Le enseñarán a operar con los números, a manejar el idioma de sus compañeros de nación y, tal vez, el de algún vecino.

Al mismo tiempo, le enseñarán a obedecer, a guardar silencio ante sus considerados superiores, a respetar a la autoridad y a acatar las normas. Y, sin que el pobre niño se dé cuenta, estará aprendiendo un modelo de vida, común al resto de ciudadanos, estará aprendiendo a ser esclavo, a no dar la suficiente importancia y relevancia a su libertad, su propio juicio o su individualista forma de pensar.

Y así, año tras año, llegará a un preciado momento en el cual podrá ejercer su supuesta libertad: pondrán ante él un más o menos amplio abanico de posibilidades, para decidir de qué modo y con qué papel o función va a servir a la sociedad en la que habita a lo largo de su vida.

Mientras todo esto sucede, fuera de la escuela el niño irá conociendo el entorno en que se encuentra. Se acostumbrará al asfalto, a las tiendas, al tráfico y a la televisión. Aprenderá el juego de las apariencias, de los complejos y del “¿qué dirán?”. Aprenderá muchas cosas y pronto conocerá al ser superior, la pieza clave del juego de la vida, lo que realmente importa, aquello que te hace valer como persona: el dinero.

Verá cómo unos papeles de colores recortados y con numeritos dibujados lo controlan todo. Se dará cuenta de que la gente se distingue y clasifica en función de los papelitos que cada uno guarda en su bolsillo. Además, observará que los que más papelitos tienen desean mantenerlos bien cerca, y preferirán gastarlos en sus caprichos antes que dárselos a aquellos que no poseen y necesitan esos papelitos. Y pronto, muy pronto, él también tendrá sus papelitos.

Al igual que el resto de sus conciudadanos, servirá todos los días de su vida, excepto los considerados “festivos”, para recibir y acumular papelitos. Le harán sentir afortunado y poderoso por tener tantos y tantos valiosos papelitos. Lo que le ocultarán es que ponto se quedará sin ellos. Los gastará en comida, en ropa, se comprará un coche y, por supuesto, una casa. Para ello, pedirá papelitos a unos simpatiquísimos señores banqueros que no dudarán en prestarle la exacerbada cantidad de papelitos que necesita para tener su hogar. A cambio, nuestro humano, pasará toda su vida dando a aquellos “majetes” hombres la mitad de los papelitos que gane. Más le vale hacerlo, pues, de lo contrario, nuestros amigos del banco le echarían y le dejarían de patitas en la calle.

Si tiene suerte, encontrará una mujer acorde a sus posibilidades. Ella cuidará del hogar mientras él consigue más papelitos, y pronto traerán al juego nuevos seres, quienes seguirán sus pasos. Envejecerá en una espiral de monotonía y repetición y, cuando sea lo suficientemente anciano, ya no tendrá que esforzarse más para conseguir papelitos. Le darán menos, pero se los darán gratis, como recompensa por su servicio a la sociedad. Así será hasta el fin de su días
.
El protagonista de esta historia no tiene nombre, no tiene rostro, pero podría ser cualquiera de nosotros, pues es esta la única e imperativa forma de vida que nos han enseñado.

Miro a mi alrededor y me pregunto: ¿Dónde queda la libertad humana, la capacidad de elección y decisión? Se supone que el ser humano es el animal más inteligente. Sin embargo, vivimos controlados, esclavizados y manipulados. No parece que tengamos opción alguna.

Por suerte, nos queda un último resquicio de autonomía y libertad, una salida al guión del juego establecido, una puerta de escape, una verdadera oportunidad: la conciencia.

Cuando todos los días resultan iguales es porque el hombre ha dejado de percibir las cosas buenas que surgen en su vida cada vez que el sol cruza el cielo. - Paulo Coelho

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