En un lugar cualquiera del occidente capitalista, en un
momento cualquiera de la actualidad, una mujer, entre berridos y dolorosas
contracciones, da la bienvenida al mundo a un nuevo ser humano.
Unos días más
tarde, sus progenitores, de manera irremediable, irán a inscribirle en el
registro civil, donde le darán un nombre identificatorio. Desde ese preciso
instante, el pequeño se convierte en un nuevo ciudadano. Ahora está fichado,
controlado y vigilado. Bienvenido al juego.
Por si esto fuera poco, antes de cumplir 14 años, se verá
obligado a adquirir un documento de identificación numérica, como si de un
producto más se tratase. Ya no hay forma de escapar.
Desde el mismo momento de su nacimiento, sin comerlo ni
beberlo, y por el simple hecho de nacer dentro de los límites fronterizos que
alguna codiciosa nación algún día se apropió, y hasta el fin de sus días, este
nuevo ser se verá sometido a ciertos dictámenes, leyes y ordenanzas de obligado
cumplimiento. Tal es el grado de obligación que, si algún día tuviese la
maquiavélica ocurrencia de incumplir alguno de estos mandatos, la nación cuenta
con una estricta cadena que le castigará y condenará. Los cómodos servidores de
la policía le apresarán y le llevarán ante un anciano hombre quien, presidiendo
una elegante sala, se hace llamar poseedor de la justicia. Él aplicará su
sentencia en función de las cambiantes y convenientes leyes de dicho presente.
Tal es su poder que, si lo considerase oportuno, haría que otros amables
sirvientes de la nación le llevasen a vivir a un hermoso lugar: un pequeño
cuadro gris cerrado con barrotes, acompañado por otros tantos cuadrados
habitados por malhechores. Así, su libertad estaría acabada, sentenciada y
desperdiciada.
No obstante, nuestro nuevo ciudadano aún es muy precoz y
tiene mucho que aprender. Por ello, y tal cual se ordena, asistirá durante los
años de infancia que le restan a un centro educativo acorde con la legalidad
estatal. Allí, aprenderá cosas verdaderamente útiles como leer, pintar,
escribir o dibujar. Le enseñarán a operar con los números, a manejar el idioma
de sus compañeros de nación y, tal vez, el de algún vecino.
Al mismo tiempo, le enseñarán a obedecer, a guardar
silencio ante sus considerados superiores, a respetar a la autoridad y a acatar
las normas. Y, sin que el pobre niño se dé cuenta, estará aprendiendo un modelo
de vida, común al resto de ciudadanos, estará aprendiendo a ser esclavo, a no
dar la suficiente importancia y relevancia a su libertad, su propio juicio o su
individualista forma de pensar.
Y así, año tras año, llegará a un preciado momento en el
cual podrá ejercer su supuesta libertad: pondrán ante él un más o menos amplio
abanico de posibilidades, para decidir de qué modo y con qué papel o función va
a servir a la sociedad en la que habita a lo largo de su vida.
Mientras todo esto sucede, fuera de la escuela el niño
irá conociendo el entorno en que se encuentra. Se acostumbrará al asfalto, a
las tiendas, al tráfico y a la televisión. Aprenderá el juego de las
apariencias, de los complejos y del “¿qué dirán?”. Aprenderá muchas cosas y
pronto conocerá al ser superior, la pieza clave del juego de la vida, lo que
realmente importa, aquello que te hace valer como persona: el dinero.
Verá cómo unos papeles de colores recortados y con
numeritos dibujados lo controlan todo. Se dará cuenta de que la gente se
distingue y clasifica en función de los papelitos que cada uno guarda en su
bolsillo. Además, observará que los que más papelitos tienen desean mantenerlos
bien cerca, y preferirán gastarlos en sus caprichos antes que dárselos a
aquellos que no poseen y necesitan esos papelitos. Y pronto, muy pronto, él
también tendrá sus papelitos.
Al igual que el resto de sus conciudadanos, servirá todos
los días de su vida, excepto los considerados “festivos”, para recibir y
acumular papelitos. Le harán sentir afortunado y poderoso por tener tantos y
tantos valiosos papelitos. Lo que le ocultarán es que ponto se quedará sin ellos.
Los gastará en comida, en ropa, se comprará un coche y, por supuesto, una casa.
Para ello, pedirá papelitos a unos simpatiquísimos señores banqueros que no
dudarán en prestarle la exacerbada cantidad de papelitos que necesita para
tener su hogar. A cambio, nuestro humano, pasará toda su vida dando a aquellos
“majetes” hombres la mitad de los papelitos que gane. Más le vale hacerlo,
pues, de lo contrario, nuestros amigos del banco le echarían y le dejarían de
patitas en la calle.
Si tiene suerte, encontrará una mujer acorde a sus
posibilidades. Ella cuidará del hogar mientras él consigue más papelitos, y pronto
traerán al juego nuevos seres, quienes seguirán sus pasos. Envejecerá en una
espiral de monotonía y repetición y, cuando sea lo suficientemente anciano, ya
no tendrá que esforzarse más para conseguir papelitos. Le darán menos, pero se
los darán gratis, como recompensa por su servicio a la sociedad. Así será hasta
el fin de su días
.
El protagonista de esta historia no tiene nombre, no tiene
rostro, pero podría ser cualquiera de nosotros, pues es esta la única e
imperativa forma de vida que nos han enseñado.
Miro a mi alrededor y me pregunto: ¿Dónde queda la libertad
humana, la capacidad de elección y decisión? Se supone que el ser humano es el
animal más inteligente. Sin embargo, vivimos controlados, esclavizados y
manipulados. No parece que tengamos opción alguna.
Por suerte, nos queda un último resquicio de autonomía y
libertad, una salida al guión del juego establecido, una puerta de escape, una
verdadera oportunidad: la conciencia.
Cuando todos los días resultan iguales es porque el hombre ha dejado de percibir las cosas buenas que surgen en su vida cada vez que el sol cruza el cielo. - Paulo Coelho
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